el bueno y el malo

martes, junio 06, 2006

La Peste: la confianza y la pérdida

Espejito, tú, que conoces mis debilidades, permíteme esta licencia. Prometo ser más serio.

Veinte y dos de Julio de Dos Mil Seis, Nuevópolis.

La peste aviar se había extendido rápidamente por el planeta. Quién puede saber lo que había ocurrido a los millones de seres que habitaban este paraíso. Ya nada se conocerá de su suerte.
Hasta hace poco, muy poco, cinco naciones nos habíamos salvado de la catástrofe. El comportamiento en la nuestra era, sin duda, ejemplar.
Los ciudadanos seguíamos estrictamente las medidas adoptadas por los especialistas que continuamente eran consultados por nuestros gobernantes.
Estábamos tranquilos y serenos. Nuestros gobernantes daban a conocer las variadas soluciones por televisión e internet y aún mediante vehículos del ejército dotados de megafonía para prevenir en aquellos oscuros rincones que no disfrutaban de electricidad.
El control, se nos repetía, era total. Aumentaron en más del cuatro mil por cien el número de análisis en las granjas avícolas del país. Y no únicamente en las granjas, ya que los ciudadanos colaborábamos con las autoridades cuando éramos requeridos para ello en cualquier momento y en cualquiera de los puestos de extracción para la prevención de la infección que se distribuían en nuestras ciudades.
Graves decisiones hubieron de ser adoptadas y siempre aceptábamos con patriotismo el sacrificio que suponía. Nos encontrábamos a salvo y nos sentíamos orgullosos en nuestra unión y determinación.
Potentes cortinas térmicas protegían nuestras fronteras marítimas y terrestres impidiendo las temidas invasiones. Por supuesto, la bellísima flora y fauna de los cordilleras y costas fronterizas hubo de desaparecer. No había otra solución. La barrera tenía un ancho de cien metros y huelga decir que en dos o tres kilómetros las consecuencias son también muy severas. Pero el gobierno había filmado todo el paisaje destruido, había capturado parejas de las especies aniquiladas; y, todo esto, se encontraba a disposición de la ciudadanía con un sencillo y cómodo clic. Fue, no hay duda, una gran medida.
Las consecuencias económicas aún siendo gravísimas eran reversibles. Por supuesto, la vida no era, por decirlo de alguna manera, cómoda: la temperatura había ascendido más de diez grados acercándonos a los cincuenta grados centígrados, el alimento se producía artificialmente ya que los cultivos escaseaban, .... Las cinco fuerzas que habíamos sobrevivido mantenían, necesariamente, una economía casi autárquica. Y es que el tránsito de mercancías prácticamente no existía. No obstante, se divisaba luz al final del túnel. Las comunicaciones vía satélite se mantenían. Además se habían recuperado algunas industrias que estaban amenazadas por la desleal competencia de determinados países. Los oleoductos y gaseoductos continuaban operativos y, además, se querían comenzar a utilizar para otras mercancías. Se proyectaban túneles y naves para poder salvar las barreras que temporalmente nos aislaban a los unos de los otros. Y, sobre todo, ¡qué inmensas posibilidades nos ofrecía el futuro!, a partir del instante dichoso en que tuviésemos la certeza de que ni ave ni humano del extraborde pudiese contagiarnos. Un mundo despoblado se nos ofrecía. Una oportunidad que únicamente Colón y cuatro exaltados españoles habían gozado. En fantásticas piras reduciríamos los cuerpos a los que la diosa fortuna había robado el hálito y aquéllas serían inmensas antorchas de un transoceánico banquete fúnebre que alcanzaría fama eterna, como aquel otro que ofreció el Pélida. Un nuevo mundo renacería de aquellas tóxicas cenizas.
Hoy, no obstante, todas aquellas ilusiones han trocado en un horrísono grito de desesperanza al confirmarse la noticia que nos tenía en suspenso desde hacía una semana.
Un anciano aprovechaba la rara brisa que tuvimos la noche del miércoles pasado y descansaba en un banco de una conocida plaza de Nuevópolis, cuando con gran desgracia para él, una paloma defecó en un ya alopécica cabeza. Se dice que el anciano pronunció un improperio después de comprobar que habían llovido heces sobre su confiada persona. Se limpió con el pañuelo que siempre traen consigo las personas de edad. ¿Qué iba a sospechar? Dicen que su nieto, sentado junto a él, le dio uno de los bombones helados que comía. El contagio era inevitable.
La autopsia del anciano no deja lugar a dudas. La paloma, otrora heraldo del fin del diluvio, era mensajera en esta ocasión del final del reinado del hombre.
Leo con la cara arrasada por las lágrimas el periódico. En las escasas dos horas transcurridas desde la confirmación los disturbios se han generalizado. El minúsculo grupo de subversivo que hasta ayer denunciaban las prácticas del gobierno parecen haberse multiplicado hasta el infinito y ahora saquean por doquier. Controlan los laboratorios y las industrias químicas que nos alimentan en esta época de escasez. El humo de los incendios y el calor de las barreras impide respirar. Las sirenas de policía, bomberos y ambulancias se confunden. Ya se anuncia la presencia del ejército. Pero creo que esto es el fin.
Hasta este momento habían muerto doce personas por la enfermedad. El anciano ha sido el décimo tercero. Sin embargo, seguro que en los tumultos ya han fallecido más personas. Acaba de comunicarse que los rebeldes han tomado el control de las barreras de contención y amenazan con la desconexión.
El fin de la humanidad está próximo y el mío aún más. Hice bien en conservar esta reliquia de seis disparos. Un viejo single gira, Somebody Nobody Knows de Ella. Me apunto a la sien.