el bueno y el malo

sábado, agosto 05, 2006

Cándido se hace mayor (y Kafka para terminar)

Espejo, ¿recuerdas cómo en aquel falso diario el genio alemán expresaba la delicadeza con la que los espíritus sensibles tratan hasta lo más insignificante, lo que cualquier entendimiento consideraría manifiestamente fútil, concibiendo que hasta esas nimiedades conforman un cosmos y tienen una vida sobre la que el hombre carece de derecho alguno y ha, por tanto, de respetar? Sobre todo eso, como principio, no podría objetarse nada, bueno sí, que ciertos genocidios son inevitables para hacer práctica, cómoda y viable la existencia del ser humano en esta inmensa pelota de agua; aparte de eso, ¿qué podríamos decir de este paradigma del romanticón que caminaba llorando la muerte y destrucción que sus odiosos pasos habría de producir necesariamente sobre hormigas y otros insectos? ¡Vaya!, pues decimos que el hombre era un plasta. No obstante, su muerte, la del personaje, nos trajo a los bardos (por supuesto, espejo, a lo osiánico me refiero, y ya sé que lo sabes); y, ¡claro!, por eso le estamos eternamente agradecidos.
Pues bien, nuestro vecino Cándido llevaba varios días en un estado similar, de tremebunda excitación, de empatía cosmogónica, inter e intraplanetaria. Sufría por todo y se alegraba por todo, pero más sufría como corresponde a su carácter. Deseaba ardientemente encontrar algo, animado o no, para hacerlo objeto de su reconcentrada alma artística, para expresar a través de ello todas las emociones que lo dominaban.
Y, ayer, hace un descubrimiento. Una simple paloma herida. Debió ser un coche, casi con seguridad, el que golpeó la patita derecha del pobre animal. No podía, evidentemente, remontar el vuelo con una de sus extremidades rota, colgando de su cuerpo, perdida para siempre la fuerza que éste le transmitía y que le era devuelta en forma de vigoroso impulso. El ave había perdido parte de su plumaje no sé ni puedo imaginar, no soy forense, si a causa directa del impacto o, por el contrario, de manera indirecta. Bueno, se moría. Era cuestión de tiempo.
Cándido dio con ella cuando regresaba casi anocheciendo. Y como se ajustaba tan adecuadamente a su estado de ánimo quedó estupefacto, sorprendido, maravillado de que las musas se hubieran congraciado con él presentándole semejante cuadro sumamente alegórico. La imagen de la paloma, un animal no especialmente agraciado por la naturaleza, molesto la más de las veces, era, sin embargo, patética. Recorría un círculo de no más de diez metros a saltitos sobre la pata sana. Despistada, cruzaba parte de la calzada. El fin previsto más probable debía ser un definitivo atropello, ya sí completamente eficaz. Cándido observó un gato que con la mirada la seguía. El felino estaba cómodamente apostado debajo de la rueda delantera de un Scénic. No parecía que se preparase para atacar, quizá porque estaba, como todos, aún apocado por el sol, o porque los alimentos caseros le habían hecho renegar de su propia condición, o quizá fuera precisamente ésta la que le impedía actuar sobre su abatido rival, recordaba el gato su poderoso batir de alas, la lucha por la supervivencia en igualdad de condiciones. En la selvas de la naturaleza, profundamente humanas, hay ocasiones, sin embargo, para la dignidad.
Absorto en esta contemplación, enseguida surgieron de su alma lírica multitud de pensamientos deshilachados que pugnaban por encontrar la aguja, la mano y el material que los uniese. La paloma era evocadora de tantas imágenes que el seso de Cándido no era capaz de digerir: símbolo derrocado de la paz, de la esperanza diluviana, de lo natural en la selva de hormigón, caída bien por la astucia –felina- bien por la estulticia de las máquinas rodadas, etc. Así, tras observar la escena largo tiempo, subió a casa muy alterado, con el firme propósito de armarse de cámara fotográfica y libretita para capturar alguna imagen y liberar alguna palabra. Sin embargo, una vez allí su voluntad ya no era tan firme; imaginando qué opinarían los vecinos y cualquier viandante que reparara en la situación –él fotografiando a una paloma herida- su decisión se desquebrajaba. Tanto consideró lo que convendría o no hacer que acabó bastante cansado y teniendo medianamente claro que desistía de su inquebrantable propósito.
Abandonó a su suerte, pues, a la paloma.
Esa noche durmió mal, preocupado aún con la deriva poética del asunto. A la mañana siguiente continuaba pensando en la paloma, pero su ardor lírico había desaparecido y, no obstante, se encontraba peor, si cabe, que el día anterior. Quizá el hecho de haber fijado su atención durante tantas horas en el animal había hecho que naciese dentro de él un sentimiento verdadero de sincera lástima hacia el avecilla. Su situación de desamparo, sus saltitos estériles sobre el asfalto, la general indiferencia que provocaba, eran los pilares sobre los que había asentado una catedral de conmiseración. Se arregló rápidamente y bajó a la calle por ver si aún podría hacer algo, cualquier cosa que no hubiera podido en ese instante concretar.
Resguardada tras la jamba de la derecha de la entrada al garaje, la paloma había resistido a la noche apoyada inevitablemente, como si de un flamenco se tratara, sobre la pata sana. Cándido observó unas defecaciones muy líquidas y negruzcas que confirmaron el estado sin retorno del animal. La costumbre la forzaba a querer tener la cabeza resguardada entre el plumaje del buche, pero éste era muy escaso. Desde esta posición de sumisión a su irremediable destino alzó la cabeza y con una mirada de absoluta aflicción y extrema debilidad clavó sus ojos en Cándido. ¿Qué podía hacer nuestro amigo? Se le ocurrió al poco que quizá pudiera darle algún alimento para, al menos, intentar hacerle olvidar el irrevocable sino que le aguardaba. Migajas de pan mojadas en leche serían, para ella, un bocado con el que el apetito podría vencer a la sensación de angustia que sin duda tenía, haciéndole posible, entonces, picar, deglutir, alimentarse.
De nuevo en el hogar el pudor le impidió cumplir lo que se había prometido acaso un minuto antes. ¿Qué dirán?, se preguntaba. Intentaba disculparse arguyendo que no había remedio posible, que lo único que conseguiría sería prolongar la agonía que sufría. Medias verdades que no conseguían calmar su desasosiego. Así permaneció más de una hora, dudando sobre lo que hacer. Finalmente se decidió; como un delincuente, sustrajo un pedazo de pan del día anterior, lo humedeció bajo el grifo y, de nuevo, se encaminó hacia la calle.
Sin embargo, el tiempo se había ya consumido. La paloma yacía sin vida en el adoquinado del garaje. Como los paquidermos, también ella había elegido el sitio en el que morir: abandonando la pared que la protegió del frío nocturno, había avanzado escasamente dos metros y descansaba en el centro de la entrada de vehículos, de tal manera que estaba a la vista de todos y a la vez protegida de las ruedas de los autos que no lograron, ya muerta, profanar su cuerpo.
Cándido apretó con fuerza su mano derecha y el agua contenida en la molla de pan se escapó por entre sus dedos y, una tras otra, las gotas terminaron por caer. Cabizbajo, giró la cabeza hacia la izquierda, hacia el otro lado de la calle y se encontró con una mirada diríase de desprecio, si un animal pudiera albergar sentimientos humanos, que le dirigía el gato de pelaje amarillento que ayer no quiso aprovechar la incapacidad de la muerta. Sin poder sostener los ojos felinos regresaba a casa cuando se cruzó con el basurero que limpiaba las aceras. Deseando evitar que la paloma se convirtiese en el festín de descarnamiento de hormigas, moscas y cucarachas, Cándido le indicó al empleado municipal dónde se encontraba el cuerpo sin vida. Como respuesta, éste le devolvió una mirada cortante, más glacial que la del gato, y unas palabras acaso dirigidas al aire que Cándido, totalmente abatido, alejándose hacia su casa, aún pudo escuchar: ¡como un perro!

lunes, julio 31, 2006

El oprobio

Sí. Como te prometí, amigo, aquí estoy. No estoy curado del todo, pero no cejo en mi empeño. ¿Aún no quieres hablarme? Todo llegará, la fruta madurará y la gravedad, quizá la única verdad y no la estupidez de la relatividad, actuará.
¿Todo relativo? Únicamente a un insensato, hipócrita, anormal e insensible se le pudo ocurrir semejante disparate y, además, justificarlo en pleno vuelo trasatlántico.
En su huida, dejó por esta parte del mundo, sin embargo, unas cuantas verdades o falsedades absolutas. Entre ellas, que es falso que todo sea relativo y que es igualmente falso su inverso. Y eso es axiomático, dogmático. Sólo esta fe es cierta.
Hurricane. Hacía mucho tiempo que no respiraba esos vientos, y es que no sigo la vida, obra y recientes milagros de su autor, pero aquélla, no sé la razón, siempre me ha sublimado, he tenido, gracias a ella, otras miras, por decirlo así, más globales, más -de nuevo- absolutas. ¿Es una tontería? No mayor que las ocurrencias del tipo de antes, y yo, al menos, no saco la lengua.
En estos días de calor incontestable, disfrutando de las sombras falsas, de los aires más falsos aún, de la abundancia de agua, de la velocidad de la red incableada, leo con vergüenza una noticia escandalosamente cierta y veo una eficaz fotografía. Muestra una anciana indigente sobre un fondo dorado, un fondo que nos vende un futuro de oro a través de un perfume –otra mentira absoluta-. La noticia habla de un porcentaje ignominiosamente alto de compatriotas que malviven con la basura de la calle, disputando –y soy literal- el trozo de pizza que tiramos al gato de turno, espantando las cucarachas que también deseaban parte del pastel. Parece ser que ese porcentaje se desorbita si nos centramos en la población de la edad dorada –y no del dorado anterior-.
No quiero, no pretendo, espejo, aburrirte con los innumerables problemas del globo, de nuestra nación o de nuestra nación de naciones. Ha sido la primera y espero que última vez. Pero no lo he podido dejar pasar.
Esto será objeto de política, y eso, ya sabes, no es mi tema. No, me expreso mal. La política es aquello que nos hace humanos, lo que nos ha permitido progresar. La política es la historia y es el futuro. ¡Si creo ser el único spanish que lee con pasión las sesiones senatoriales! Son las miasmas de la política de lo que aborrezco.
No obstante, no te preocupes por mí. Me recrearé morbosamente en lo eternamente escrito, lo releeré con un insano regusto y a otra cosa mariposa, que la vida es rosa.
Con frecuencia, en casi todas las ocasiones, las desgracias son mayores si las víctimas son niñitos inocentes. En cambio, uno que es raro, he tenido yo especial sensibilidad en el caso de los viejitos. He visto a la anciana y no lo he podido dejar pasar.
La mayor parte del universo es absoluto. Quizá el demente encontró un resquicio relativo e hizo de la parte el todo en un exceso de egolatría. Las cosas son como son, decía Sartre, pero era ateo, según cuentan, así que su opinión no es válida y hasta esta noticia se relativizará.

domingo, julio 30, 2006

La rutina

Desde hacía bastante tiempo, espejo, no nos veíamos las caras. Habíamos dejado de hablarnos, sencillamente. Supongo que hartos el uno del otro. En contra de mi costumbre, hoy he regresado tarde a casa. Sabrás que rectas carreteras y qué tortuosas calles acompañan mi diario camino. Ha sucedido entonces que una retención en una de estas carreteras o calles –no sabría precisar- me ha obligado a detener el paso, abstraído he mirado hacia arriba y he quedado nuevamente -y con el adverbio quisiera expresar que ha ocurrido por vez primera pero a la vez he sentido una reminiscencia de un sentimiento– paralizado por el arrebol que ofrecía el crepúsculo. Ese color con el que se han pintado las paupérrimas nubecillas del cielo ha logrado que mi persona, como un ente que gozara de plena independencia respecto a mí, traiga a la memoria –en sucesivas olas de recuerdos- los de otros atardeceres compartidos contigo, mi buen amigo, y aquellos momentos en los que –al igual que el cielo- yo mismo me incendiaba ya fuera por pudor o encolerizado en la jaleosa discusión.Así que ahora, espejo, quisiera expresarte mi más sentido arrepentimiento. Confieso que he estado completa y absolutamente distraído. No he hecho caso a tus apreciados consejos. He sido un vago, me ha dominado la pereza. Cuando no he estado ocioso me he parapetado tras muros de arena que se han derrumbado con esta lluvia de comprensión, de entendimiento que el despejado ocaso me ha brindado. He cometido el peor de los pecados, no he sido feliz y he perdido el tiempo –ambos encierran la misma verdad- Lamento profundísimamente no haberme detenido antes no en los caminos asfaltados sino en la senda –tú sabes a la que me refiero- para volver la cara, para mirar si me acompañabas; no hacer descansado junto a ti del fatigoso caminar en las refrescantes corrientes de agua que he dejado atrás casi como un sueño, como si no hubieran existido.Te he encontrado, lo confieso, algo desesperanzado. Desearía poder hacerte desterrar esa impresión. Admito que no sé muy bien qué he de realizar pero entiendo que una persona individual y subjetiva no es –por más que nos pese- una catedral cuyos cimientos, pilares y incluso capillas principales deben ser respetadas en una remodelación. No. Este yo que te habla, espejo, es como una piscina que debe ser vaciada por completo para proceder a su reparación. Este acto de incomparable despego –el vaciado- no puede llevarse a cabo de otra manera que cortando las ligaduras férricas utilizadas por las fuentes que me han dominado y vertido su denso líquido en mi corazón. Y al igual que el drogadicto precisa de aquello que lo mata para vivir, yo necesito de ellos.Así, conociendo cuán costosa será esta liberación, asumiendo que habré de sobrellevar instantes muy duros, de intensas dudas, abro, casi con pudor –de nuevo el arrebol-, callado, en silencio, sin aspavientos, sin acompañamiento alguno, abro, digo, el desagüe y observo como los espesos fluidos muy muy lentamente me abandonan dejando, sí, un poso que ahora mismo se me antoja indeleble con el que tendré que presentarme a ti, ya no cristalino, pero de nuevo libre para retornar los futuros a los que ambos creíamos tener derecho de alcanzar.

lunes, julio 10, 2006

El futuro ya está aquí

Todo parecía muy sensato al principio.
¿Acaso no somos los únicos seres vivos que podemos planificar? No, replicaban los biólogos, naturalistas y paleontólogos. Muchas especies animales también están capacitadas con esta facultad. Así, pueden llegar a comprender cosas como que la noche y el día se suceden al igual que la lluvia y la sequía. Y son capaces de ordenar sus acciones de acuerdo a esta comprensión. De acuerdo, eso es cierto, respondíamos, pero eso representa únicamente un estadio muy primitivo y simple y en muchos casos intuitivo que corresponde únicamente con la necesidad de la satisfacción más o menos inmediata de los instintos. Y a ningún animal le es concedido ascender en esta complejísima escalera un peldaño más. Sí, decíamos, no se trata de planificación sino de una asociación natural, resultado de la evolución, un vínculo mágico si preferís llamarlo de esta manera. Así es cómo el predador instintivamente asocia la caída del día con la necesidad de apostarse en la margen del río, acechando a las presas que tarde o temprano descenderán hasta su orilla en búsqueda de agua, con lo que satisfará la sensación opresiva de hambre. Pero es seguro que el animal no iniciará esa secuencia de acciones hacia la mitad del día, sino que por el contrario se dedicará a vagar de un sitio a otro, consumiendo energía, atentando contra lo que le es más sagrado, su propia vida. No, definitivamente, el hombre se convenció de que sólo él era capaz de confeccionar planes.
Todo esto ocurrió hace muchos años.
Con la seguridad de esa certeza, con la seguridad de realizar actos plenamente humanos, actos que correspondían a la posición que orgullosamente ocupábamos en la creación; se convino, según aceptación universal, que podríamos comenzar a planificar.
Y resultó en un negocio de lo más estimulante y beneficioso. Y la humanidad planificó su ocio y su trabajo y su retiro. Y lo que hacer si sucedía tal o cuál desgracia. Y lo que hacer si hacía frío o calor. Como esto era tan nuevo y tan bueno para el hombre, solicitamos ayuda, más bien una consulta, para saber si estábamos haciendo lo que y cómo deberíamos. Y esa consulta se nos ofreció por la mañana y por la noche, al mediodía y por la tarde. A todas horas se nos notificó. Y vimos que el plan era bueno y no dudamos más.
¡Qué maravilla! Podíamos pensar en todo aquello que fuera bueno y satisfactorio y al segundo surgía de la nada un plan que lo hacía real ¡y a tan escaso precio, que nadie en su sano juicio podría negarse a pagar!
Nos encontrábamos tan dichosos que nadie protestó cuando apareció el primer plan que colmaba un deseo aún no formulado. Era una novedad que recibimos incluso con alegría, siempre que el precio se mantuviese en unos límites aceptables.
Y planificábamos tan maravillosamente. Las tres grandes corporaciones de planificación trabajaban a destajo. La felicidad que nos embargaba parecía no tener fin. Y, casi sin darnos cuenta, de hecho, sin caer en la cuenta, probamos a anticipar. La lógica estaba de nuestra parte. Si podíamos planificar el futuro con exactitud matemática, el resultado de dicha planificación era una certeza real, tan real como la realidad que vivíamos.
Y las tres corporaciones y los tres gobiernos lo comprendieron al unísono. He hablado antes de felicidad, qué ingrato he sido, porque la verdadera felicidad, el paraíso, el valhalla se inició ahora.
Con un enorme presupuesto la fórmula fue descubierta en pocas semanas. Se patentó. Y a partir de ese momento las tres corporaciones pudieron comercializar frascos de certeza futura. Por desgracia no se pudo teletransportar la materia y eso a pesar de los miles de millones que se emplearon en la investigación. Pero sí se consiguió hacerlo con la esencia. Y millones, billones y trillones de certezas futuras inundaron los estantes de los millones de establecimientos del planeta. La rotación era vertiginosa. La certeza futura tuvo siempre un período máximo ordinario de seis meses, aunque determinados tipos alcanzaban períodos de más de veinte años, y es comprensible que debía consumirse con antelación; pasada la fecha de caducidad, carecía de efectos.
Certezas futuras de alegría, dolor, amor, desesperanza, ira, venganza, orgullo, ....
Debíamos pagar por planificaciones y certezas futuras, pero los precios se mantenían siempre asequibles, ¡quién puede negarse!, pues.
Y las futuras viudas lloraban la muerte de sus maridos aún en el lecho nupcial. E incluso pudimos transmitir nuestro pesar a los futuros finados por su próxima pérdida. Y felicitábamos en julio a los próximos ganadores del gordo navideño. Y sentíamos el frío invernal en plena canícula, así como el plomizo sol en las celebraciones del Nacimiento. Y vivíamos con esperanza, desazón, los acontecimientos deportivos del año, respetando los límites máximos de seis meses de anticipación. Y el regusto por la vuelta a la monotonía tras la vuelta de vacaciones veraniegas en mitad del mes de marzo. Siempre antes.
¿Por qué esperar? Lo que fuera, podía hacerse ya y lo hacíamos.
Comenzaron a plantearse cuestiones muy serias, relativas a la anticipación de la propia vida del hombre, de la de sus hijos e incluso nietos. En efecto, si la fórmula pudiese ser perfeccionada, era evidente que estaría al alcance de cualquier bolsillo adquirir certezas futuras de los propios descendientes. El problema era, no obstante, peliagudo: si la progenie no tenía certeza de que le habían sido compradas certezas futuras, cómo podrían tener la certeza de que cierta certeza futura ya no le era disponible. Y qué podría suceder cuando dicha certeza futura fuese una realidad llamemos “vacía”. Era una cuestión de muy complejo análisis porque cualquier solución afectaba necesariamente a la sucesión de generaciones y el problema de la derivación hacía la eternidad infinita subyacía.
Se dice que todo esto sucedía cuando ocurrió lo inesperado. En un pequeño pueblecito un hombre enfermó. A finales de enero adquirió un insignificante frasquito de certeza futura sobre el partido de balompié de mayor relevancia. El partido se disputaría en mayo. El frasco no había caducado, no existía aparentemente problema alguno. Pero el buen señor lo disfrutó tan vivamente que sufrió un severo corte de digestión. Y tuvo que guardar cama durante días. En la segunda noche de su convalecencia despertó asustado a su mujer. Sentía muchísimo frío y tiritaba. Como era invierno, dormía desnudo porque hacía casi un mes que ya había comprado la certeza futura del verano. Su mujer tuvo que hacer uso del guardado edredón para calmar en algo el frío del marido. El hombre se recuperó en pocos días pero, inexplicablemente, a partir de ese momento aunque sin lógica conexión con el mismo, comenzó a sentir un frío muy intenso, un frío como el que sentía a mediados de agosto, cuando disfrutaba de las certezas futuras del invierno. Y caminaba con abrigo y bufanda para el asombro de la humanidad proclamando que aquello no estaba nada mal, mejor incluso que la certeza futura del verano que había dejado de tener efecto.
Por supuesto, fue objeto de vigilancia por las autoridades y se consideró su arresto en más de una ocasión, desechándose todo ello por considerarlo en pobre loco. Sin embargo, ¡ay de ellos!, no fueron lo suficientemente perspicaces para comprender que lo atrevido es rápidamente imitado y dos meses después los seguidores del que tildaron de “pobre loco” eran millares. Este gentío desordenado que comenzó por vestir abrigo en invierno y mangas de camisa en verano como una divertida moda, a continuación dejó de comprar las certezas futuras porque ya no es que le fueran inútiles, sino molestas. Y es que lo es pasar frío en verano. Así que no compró por vez primera. Y como la devolución de los millones de frascos no estaba contemplada en la relación de las tres corporaciones con los establecimientos, para miles de éstos este acontecimiento significó la quiebra, y finalmente las tres corporaciones se resintieron en sus beneficios.
Aparentando una falsa tranquilidad, las tres corporaciones acordaron reunirse en Suiza para comentar la epidemia que se extendía y adoptar medidas de choque. La decisión fue unánime, abaratar costes para recuperar beneficios. Y abaratar aún incrementando los gastos en publicidad para intentar, por otro lado, frenar la plaga. Así que la solución pasaba necesariamente por reducir la calidad del contenido y del continente de los frasquitos.
Como es comprensible, el fracaso fue catastrófico e incrementó hasta un punto sin retorno la pandemia. La mayor parte de la población siguió comprando las certezas futuras; pero, éstas, fabricadas con una fórmula sin la suficientes garantías e indebidamente conservadas, no tenían el efecto deseado. Y el populacho no pudo por vez primera disfrutar del Madrid-Barcelona con los seis meses de rigor que rezaba en el frasco adquirido. Y lo peor es que transcurrieron esos seis meses con el creciente descontento por éste y otros motivos y llegó el día del encuentro. Y fue disputado, pero no disfrutado porque los millones que compraron los frascos de mala calidad ya habían gastado las defectuosas sensaciones allí encerradas.
La situación se volvió desesperado en estos meses. A requerimiento de los tres gobiernos, las tres corporaciones volvieron a reunirse en esta ocasión sin disimular la alerta y preocupación en la que se vivía. Con enorme sonrojo tuvieron que admitir frente a los gobernantes que el problema había aumentado por la mala calidad del producto. Y se comprometieron a pagar más publicidad, muchísima más publicidad, y a producir con la calidad que prometían aunque sus resultados se redujeran. Y el gobierno nombró comités de vigilancia para garantizar la medida adoptada por las tres corporaciones y derivó parte de su presupuesto para cubrir las menores ganancias de las tres corporaciones. Y los comités fueron sobornados por las tres corporaciones y siguieron fabricando con la misma mala calidad, desconfiando la una de la otra y uniéndose todas únicamente para reclamar de los tres gobiernos más y más subvenciones.
Y ocurrió la debacle. Cierres masivos de establecimientos que fueron sustituidos por comercializadores de las tres corporaciones. Aún así, cierres de éstos últimos. Trillones de frascos caducados que los tres gobiernos tuvieron que sufragar de alguna manera. Trillones de futuros mal fabricados y peor enlatados, sin posibilidad de ser vividos, devueltos a algún almacén de las corporaciones.
Fueron tiempos muy difíciles. Los tres gobiernos para aplacar en algo la ira de la población enjuició, condenó, disolvió una de las tres corporaciones, la más débil de ellas. En las otras dos hubo ajustes muy profundos, tomándose la decisión de concentrar la fabricación en pocas líneas de futuros.
El tiempo fue pasando y esos días se olvidaron. Y de ellos sólo queda este triste testimonio que nadie salvo mi espejo recuerda con detalle. Para el resto, una sensación imprecisa de desilusión cuyos motivos no se aciertan a comprender. Lo que pudo pasar y no ocurrió. Las dos corporaciones han recuperado la fuerza del pasado, si bien es cierto que aprendieron una dura lección y han restringido la fabricación y comercialización dejando muchos futuros inciertos. Otros, por el contrario, siguen siendo vendidos en conserva. Se trata de productos de ínfima calidad para poder sustentar los gastos y mantener los beneficios. No obstante, con ellos intentamos aliviar esa sensación amarga de desilusión; sin mucho éxito, evidentemente. Las certezas futuras son adquiridas, pues, aunque el futuro, o El Corte, según ahora lo llaman, ya no es cómo lo venden. Y cuando se hace temporalmente presente ya no hay nada que vivir. Únicamente el vacío queda.

martes, junio 27, 2006

El Coronel Retirado y la vanidad

Recientemente escuché algo sobre algo sobre alguien, sobre un escritor que hubiera sido soviético, de no fallecer antes de la rebelión reveladora del pueblo. En fin, de Chéjov. Estuvimos, mi espejo y yo, recordando muchas de sus maravillosas narraciones. Y la pasamos estupendamente, como diría un mexicano.
Pero hoy me encuentro, ¡oh canalla!, vanidoso hipócrita, insatisfecha naturaleza, ladrón. Hoy me encuentro sobre mi tapizado escritorio este relato, a lo Chéjov. Lo firma mi envidioso espejo. Lleva por título El Coronel retirado.

Un coronel retirado asalta la verdulería de María Petrovna hecho un basilisco. Podría decirse que ha mudado completamente su naturaleza pero el anciano militar comparte demasiadas características con tan extraño animal para hablar de transformación.
Entra, decía, en el establecimiento y sin ninguna consideración se dirige a la dueña: “¡Esto no puede seguir así! ¡Todos los días lo mismo! No contenta usted con engañarme en el peso, ahora también lo hace en la mercancía.”
Un niñuelo en su cochecito se yergue para contemplar a tan acalorado personaje, mientras su madre que no se atreve siquiera a desviar la mirada, continúa echando hermosas cerezas en una bolsa de papel.
“¿Qué le ocurre esta mañana, Gregori Nicolaievich?, me va usted a espantar a la clientela”, le replica María Petrovna, muchacha de no más de veinte años, que desde su temprana orfandad regenta el negocio familiar sustento de su hermanito así como de ella misma.
“¿Cómo que qué me ocurre? No sea descarada, chiquilla, sabe muy bien de lo que hablo. De las ciruelas podridas que ayer le sobraban, precisamente ésas que vinieron a parar a mi compra. Cinco, oiga bien, cinco he tenido que tirar al perro del vecino y ni éste las ha querido”.
María cobra a la señora del niñete curioso: 80 kopecs por las cerezas y 50 más por un manojo de acelgas. En la tienda no queda más el coronel y ella, hacendosamente, comienza a apilar correctamente las mercancías de los distintos estantes, al tiempo que se expresa en estos términos: “No está bien que me acuse de nada, bien sabe que siempre le insisto para que elija usted mismo la fruta y verdura que desea, convendrá conmigo en que no obraría de ese modo si quisiera engañarle”.
A lo que el coronel replica: “Pues estaría bonito que me tuviese que servir, yo, que he tenido a tantos para servirme. ¿Acaso es lógico que tenga que amasar y cocer el pan que compro a diario; tengo que criar y sacrificar a la ternera que como? ¡Si entro en un establecimiento, se me debe atender!”, sentencia el ofendido individuo.
Un silencio en modo alguno incómodo sigue a continuación. María Petrovna no para un solo instante. Ahora barre el suelo que el anciano golpea con su bastón. El silencio sigue. Finalmente, el coronel lo rompe: “Claro, que todo esto sucede porque tus proveedores deben estar engañándote. Me gustaría saber de donde proviene todo esto que te atreves a vender”.
Una señora lo interrumpe: “¿Tiene lechugas?”.
María la atiende y de nuevo la tienda queda ocupada únicamente por dos seres.
“Bonitas lechugas”, exclama el coronel sin disimular el sarcasmo.
“Ya sabe usted”, responde María sonriéndose, “que hace ya muchos años que no recibimos en la capital frutas del bajo Danubio, ni verduras polacas. Ni yo misma recuerdo su sabor, aunque he oído decir que eran excelentes”.
“Y eso es poco decir”, comienza podría decirse que animadamente el coronel. “Si yo quisiera contarle ....” Y, en efecto, quiere contarle. Y lo hace a continuación, mientras María entra y sale de la minúscula trastienda que sirve de almacén, mientras vuelve a rotular cada uno de los precios, mientras actualiza el tablón que muestra las ofertas del día; mientras ocurre todo ello, un espectador que contemplase desde fuera la tienda observaría a una chiquilla corriendo en todas direcciones afanada en distintas tareas y a una figura extraña, un gigantesco muñeco articulado, alto, desgarbado, apoyado fuertemente en el cayado que sujeta con el inmóvil brazo derecho en tanto que el derecho asemeja auténticamente a un remolino. Por el movimiento constante de la boca y de los músculos de la cara, este observador adivinaría que aquél ser está dando un discurso y comprendería que su figura ya no es tan extraña, sino bastante similar a la de cualquier orador parlamentario. Y seguramente este mirón quedase unos instantes petrificado contemplando la escena: un político dirigiéndose efusivamente a una caja de calabacines y una peonza humana dando vueltas en derredor.
Y María vuelve a escuchar historias viejas, de campaña, de pasillos palaciegos, de injusticias y también de recompensas. De cuando en cuando, se dice “ésta no me la sabía”, porque, en efecto, el coronel es una fuente inagotable, aunque el agua nueva la vierte con cuentagotas.
Gregori Nicolaievich, militar condecoradísimo, hombre singular y honrado, compra ese día judías y peras.
Mañana regresará como un dios nórdico expulsando truenos y tempestades ya que apuesto a que alguna pera no será de su agrado. María Petrovna no acepta la apuesta, y es que ella también lo ve claro.

sábado, junio 17, 2006

El/los incomprendido/s

Cándido es un poeta notablemente reconocido en su casa y entre su cerrado círculo de conocidos. Reducido anillo que gozamos escasamente del beneficio de sus versos. Y es que Cándido no es muy prolífico.
Tiene cuarenta y poco años, un par de niños y una esposa que soporta su alma lírica.
El sábado amaneció poseído, como tantas veces. Sin explicación alguna, despidiose de su familia y decidió buscar a las musas en la orilla del océano.
Paseó acompañado de una libretita para las notas, de una antigua cámara fotográfica y de un libro de poemas de un atormentado francés.
Después de más de dos horas comenzó a sentirse algo cansado de la caminata en que se estaba convirtiendo su silente caminar. Transpiraba en abundancia porque el día de mayo era muy soleado aunque soplaba un viento algo mayor que una brisa que secaba rápidamente el sudor.
En más de una ocasión anduvo por los espigones que salpican la bahía, acercándose a la rompiente donde el viento era más fuerte. Y allí se quedaba, como petrificado, como sacando pecho, los brazos algo atrasados, al océano.
Mas la inspiración no venía y cierto enfriamiento ya sentía.
Quiso leer en el acalorado humedal de las rocas batidas por el mar, pero las olas salpicaban a cada instante, porque el ingenio hay que buscarlo muy cerquita del agua, y tuvo que cerrar el poemario.
En un momento dado, sentose y sacó de su funda una película para fotografiar el quebranto del eterno piélago cuando asoma a la superficie. Y es que Cándido no gustaba de cámaras digitales y otras modernidades tan distantes de su carácter dramático. Pero de nuevo un golpe de mar vino a desbaratar sus planes y el carrete resbalose para venir a descansar mucho más abajo, en el país de los cangrejos.
De regreso, caminó por la orilla de la playa y detúvose a charlar con un niñete de no más de cinco años que jugaba en la arena presumiendo que la inocente criatura con su claro y simple esquema del mundo y de las cosas profundas podría dar luz a su sufriente espíritu. Sufro mucho, le confesó al sorprendido zagal, y no tardó en escuchar el ladrido de los padres del imberbe y tuvo que, ¿cómo se diche?, poner pies en polvorosa.
Llegó a su casa deprimido y algo febril y de muy mal humor. No me entiendes, le dijo a su señora, los niños y tú habéis conseguido amargarme la existencia, ¡qué vida tan anodina la mía!. Escupió algún otro disparate y encerrose en el dormitorio dando un fuerte portazo.
Espero algún signo de acercamiento de su esposa. Deseó escuchar su llanto, mortificarla de algún modo. Pero como al poco marchó con los niños al supermercado despidiéndose con un afectuoso Hasta luego, cariño sintiose incomprendido, despreciado su malestar, y, en cierta medida, enfurecido con semejante arpía y púsose a mortificarse a sí mismo.
Por otra parte, todo esto transcurrió en un instante ya que no tardó en abandonar su encierro de anacoreta y en su soledad disfrutó de varios programas televisivos durante unas tres horas.
Cansado de tanta imagen, preparose un tentempié y ya satisfecho, colocose frente el papel y llegando las musas derramó unos versos.
La tarde de domingo lo visitamos porque el enfriamiento del día anterior había derivado en un resfriado de caballo. Su estado era tan lamentable como el de cualquiera en la sima o en la cima de una gripe. A pesar de estos pesares, mereció la pena, nos dice, y a continuación nos regala su arte:
“Oh!, huevo, semejante en todo a la flor del amor.
Delante, la blanca clara: si-no-si-no
En medio, la dorada yema, soleada como en la flor”.
(Es la margarita, nos aclara)

¿Cándido? me interroga a media sonrisa el espejo. No sé a santo de qué viene ese pregunta.

lunes, junio 12, 2006

La fuerza del ser y la fuerza de la nada

Pobre filosofía la de mis congéneres: ser no tener.
¿Ser? ¿Acaso no soy como el resto de personas son? Pero yo poseo, tengo, hecho que no es muy común y en esa singularidad soy más que los demás.
Ser no aparentar. En mi objetividad, soy igual que todos y realmente me siento más que nadie. ¿O acaso es-ha sido mejor Dostoievski? Para mí, no, por Tutanis!. Entonces, si tengo claro que soy más que nadie, ¿por qué no he de flirtear con el juego de las apariencias? ¿He de explicar yo algo a alguien? Y si las pobres gentes que me rodean no logran disfrutar con mi juego, ¡allá ellos!
Me vuelvo para mirar el espejo que sonriendo confirma y afirma.
Hace ya algún tiempo he alcanzado la cima de la vida y dispongo de una vitalidad asombrosa. Soy completa y absolutamente envidiable. (¡Si hasta escribo bien!). Lo dicho, me vienen ahora, un pelmazo, con filosofías: sobre el azar, sobre que no hay azar sino voluntad demiúrgica, sobre las desigualdades sociales, sobre la ética universal que rige toda inteligencia, sobre principios humanos o cristianos de caridad, sobre cualquier cosa. ¡Me da una lata! De sus desvaríos, deduzco que tengo que pedir perdón por ser lo que soy, por ser el mejor: que si he tenido suerte, que si la suerte me ha sido otorgada por una fuerza rectora, que si todo lo debo a desequilibrios e injusticias, que si debo dirigirme y regirme por el bien del Hombre, que, en definitiva, sea pío.
No he tenido más remedio que actuar con exhaustiva planificación. Así, anoche, acordé reunirnos otra noche, en concreto la de este día, para ver cómo podría colaborar en las cuestiones humanas que tanto preocupaban a mi amigo. Mi casa de campo era un lugar ideal, aislado, envuelto en fragancias de jazmín y albaricoque, que pareciera que invitaban a la amable charla.
Se ha presentado puntual, como cabría esperarse. Lo recibo en la puerta y cortésmente lo dirijo a la terraza donde ya he dispuesto la mesa al fresco de las lunas de julio. Camina dos o tres pasos delante mía, admirándose amablemente ora de tal cuadro, ora de tal mueble. Justo la distancia precisa. Aprieto el gatillo y su barata filosofía tiñe de rojo una cortina ocre que es una locura. Y su barato traje golpea una cara alfombra que es también mancillada por los flujos que regaban con disparates su cabeza de pensador.
Y me siento a cenar libre, y libre de semejante pesado.
Ahora él es nada y yo lo soy todo. Soy la voluntad del ser y él era un apestoso aguafiestas, soy la fuerza de la naturaleza y el era un hipócrita reprimido, soy el nuevo Dorian. Soy Dios.