el bueno y el malo

martes, junio 27, 2006

El Coronel Retirado y la vanidad

Recientemente escuché algo sobre algo sobre alguien, sobre un escritor que hubiera sido soviético, de no fallecer antes de la rebelión reveladora del pueblo. En fin, de Chéjov. Estuvimos, mi espejo y yo, recordando muchas de sus maravillosas narraciones. Y la pasamos estupendamente, como diría un mexicano.
Pero hoy me encuentro, ¡oh canalla!, vanidoso hipócrita, insatisfecha naturaleza, ladrón. Hoy me encuentro sobre mi tapizado escritorio este relato, a lo Chéjov. Lo firma mi envidioso espejo. Lleva por título El Coronel retirado.

Un coronel retirado asalta la verdulería de María Petrovna hecho un basilisco. Podría decirse que ha mudado completamente su naturaleza pero el anciano militar comparte demasiadas características con tan extraño animal para hablar de transformación.
Entra, decía, en el establecimiento y sin ninguna consideración se dirige a la dueña: “¡Esto no puede seguir así! ¡Todos los días lo mismo! No contenta usted con engañarme en el peso, ahora también lo hace en la mercancía.”
Un niñuelo en su cochecito se yergue para contemplar a tan acalorado personaje, mientras su madre que no se atreve siquiera a desviar la mirada, continúa echando hermosas cerezas en una bolsa de papel.
“¿Qué le ocurre esta mañana, Gregori Nicolaievich?, me va usted a espantar a la clientela”, le replica María Petrovna, muchacha de no más de veinte años, que desde su temprana orfandad regenta el negocio familiar sustento de su hermanito así como de ella misma.
“¿Cómo que qué me ocurre? No sea descarada, chiquilla, sabe muy bien de lo que hablo. De las ciruelas podridas que ayer le sobraban, precisamente ésas que vinieron a parar a mi compra. Cinco, oiga bien, cinco he tenido que tirar al perro del vecino y ni éste las ha querido”.
María cobra a la señora del niñete curioso: 80 kopecs por las cerezas y 50 más por un manojo de acelgas. En la tienda no queda más el coronel y ella, hacendosamente, comienza a apilar correctamente las mercancías de los distintos estantes, al tiempo que se expresa en estos términos: “No está bien que me acuse de nada, bien sabe que siempre le insisto para que elija usted mismo la fruta y verdura que desea, convendrá conmigo en que no obraría de ese modo si quisiera engañarle”.
A lo que el coronel replica: “Pues estaría bonito que me tuviese que servir, yo, que he tenido a tantos para servirme. ¿Acaso es lógico que tenga que amasar y cocer el pan que compro a diario; tengo que criar y sacrificar a la ternera que como? ¡Si entro en un establecimiento, se me debe atender!”, sentencia el ofendido individuo.
Un silencio en modo alguno incómodo sigue a continuación. María Petrovna no para un solo instante. Ahora barre el suelo que el anciano golpea con su bastón. El silencio sigue. Finalmente, el coronel lo rompe: “Claro, que todo esto sucede porque tus proveedores deben estar engañándote. Me gustaría saber de donde proviene todo esto que te atreves a vender”.
Una señora lo interrumpe: “¿Tiene lechugas?”.
María la atiende y de nuevo la tienda queda ocupada únicamente por dos seres.
“Bonitas lechugas”, exclama el coronel sin disimular el sarcasmo.
“Ya sabe usted”, responde María sonriéndose, “que hace ya muchos años que no recibimos en la capital frutas del bajo Danubio, ni verduras polacas. Ni yo misma recuerdo su sabor, aunque he oído decir que eran excelentes”.
“Y eso es poco decir”, comienza podría decirse que animadamente el coronel. “Si yo quisiera contarle ....” Y, en efecto, quiere contarle. Y lo hace a continuación, mientras María entra y sale de la minúscula trastienda que sirve de almacén, mientras vuelve a rotular cada uno de los precios, mientras actualiza el tablón que muestra las ofertas del día; mientras ocurre todo ello, un espectador que contemplase desde fuera la tienda observaría a una chiquilla corriendo en todas direcciones afanada en distintas tareas y a una figura extraña, un gigantesco muñeco articulado, alto, desgarbado, apoyado fuertemente en el cayado que sujeta con el inmóvil brazo derecho en tanto que el derecho asemeja auténticamente a un remolino. Por el movimiento constante de la boca y de los músculos de la cara, este observador adivinaría que aquél ser está dando un discurso y comprendería que su figura ya no es tan extraña, sino bastante similar a la de cualquier orador parlamentario. Y seguramente este mirón quedase unos instantes petrificado contemplando la escena: un político dirigiéndose efusivamente a una caja de calabacines y una peonza humana dando vueltas en derredor.
Y María vuelve a escuchar historias viejas, de campaña, de pasillos palaciegos, de injusticias y también de recompensas. De cuando en cuando, se dice “ésta no me la sabía”, porque, en efecto, el coronel es una fuente inagotable, aunque el agua nueva la vierte con cuentagotas.
Gregori Nicolaievich, militar condecoradísimo, hombre singular y honrado, compra ese día judías y peras.
Mañana regresará como un dios nórdico expulsando truenos y tempestades ya que apuesto a que alguna pera no será de su agrado. María Petrovna no acepta la apuesta, y es que ella también lo ve claro.

sábado, junio 17, 2006

El/los incomprendido/s

Cándido es un poeta notablemente reconocido en su casa y entre su cerrado círculo de conocidos. Reducido anillo que gozamos escasamente del beneficio de sus versos. Y es que Cándido no es muy prolífico.
Tiene cuarenta y poco años, un par de niños y una esposa que soporta su alma lírica.
El sábado amaneció poseído, como tantas veces. Sin explicación alguna, despidiose de su familia y decidió buscar a las musas en la orilla del océano.
Paseó acompañado de una libretita para las notas, de una antigua cámara fotográfica y de un libro de poemas de un atormentado francés.
Después de más de dos horas comenzó a sentirse algo cansado de la caminata en que se estaba convirtiendo su silente caminar. Transpiraba en abundancia porque el día de mayo era muy soleado aunque soplaba un viento algo mayor que una brisa que secaba rápidamente el sudor.
En más de una ocasión anduvo por los espigones que salpican la bahía, acercándose a la rompiente donde el viento era más fuerte. Y allí se quedaba, como petrificado, como sacando pecho, los brazos algo atrasados, al océano.
Mas la inspiración no venía y cierto enfriamiento ya sentía.
Quiso leer en el acalorado humedal de las rocas batidas por el mar, pero las olas salpicaban a cada instante, porque el ingenio hay que buscarlo muy cerquita del agua, y tuvo que cerrar el poemario.
En un momento dado, sentose y sacó de su funda una película para fotografiar el quebranto del eterno piélago cuando asoma a la superficie. Y es que Cándido no gustaba de cámaras digitales y otras modernidades tan distantes de su carácter dramático. Pero de nuevo un golpe de mar vino a desbaratar sus planes y el carrete resbalose para venir a descansar mucho más abajo, en el país de los cangrejos.
De regreso, caminó por la orilla de la playa y detúvose a charlar con un niñete de no más de cinco años que jugaba en la arena presumiendo que la inocente criatura con su claro y simple esquema del mundo y de las cosas profundas podría dar luz a su sufriente espíritu. Sufro mucho, le confesó al sorprendido zagal, y no tardó en escuchar el ladrido de los padres del imberbe y tuvo que, ¿cómo se diche?, poner pies en polvorosa.
Llegó a su casa deprimido y algo febril y de muy mal humor. No me entiendes, le dijo a su señora, los niños y tú habéis conseguido amargarme la existencia, ¡qué vida tan anodina la mía!. Escupió algún otro disparate y encerrose en el dormitorio dando un fuerte portazo.
Espero algún signo de acercamiento de su esposa. Deseó escuchar su llanto, mortificarla de algún modo. Pero como al poco marchó con los niños al supermercado despidiéndose con un afectuoso Hasta luego, cariño sintiose incomprendido, despreciado su malestar, y, en cierta medida, enfurecido con semejante arpía y púsose a mortificarse a sí mismo.
Por otra parte, todo esto transcurrió en un instante ya que no tardó en abandonar su encierro de anacoreta y en su soledad disfrutó de varios programas televisivos durante unas tres horas.
Cansado de tanta imagen, preparose un tentempié y ya satisfecho, colocose frente el papel y llegando las musas derramó unos versos.
La tarde de domingo lo visitamos porque el enfriamiento del día anterior había derivado en un resfriado de caballo. Su estado era tan lamentable como el de cualquiera en la sima o en la cima de una gripe. A pesar de estos pesares, mereció la pena, nos dice, y a continuación nos regala su arte:
“Oh!, huevo, semejante en todo a la flor del amor.
Delante, la blanca clara: si-no-si-no
En medio, la dorada yema, soleada como en la flor”.
(Es la margarita, nos aclara)

¿Cándido? me interroga a media sonrisa el espejo. No sé a santo de qué viene ese pregunta.

lunes, junio 12, 2006

La fuerza del ser y la fuerza de la nada

Pobre filosofía la de mis congéneres: ser no tener.
¿Ser? ¿Acaso no soy como el resto de personas son? Pero yo poseo, tengo, hecho que no es muy común y en esa singularidad soy más que los demás.
Ser no aparentar. En mi objetividad, soy igual que todos y realmente me siento más que nadie. ¿O acaso es-ha sido mejor Dostoievski? Para mí, no, por Tutanis!. Entonces, si tengo claro que soy más que nadie, ¿por qué no he de flirtear con el juego de las apariencias? ¿He de explicar yo algo a alguien? Y si las pobres gentes que me rodean no logran disfrutar con mi juego, ¡allá ellos!
Me vuelvo para mirar el espejo que sonriendo confirma y afirma.
Hace ya algún tiempo he alcanzado la cima de la vida y dispongo de una vitalidad asombrosa. Soy completa y absolutamente envidiable. (¡Si hasta escribo bien!). Lo dicho, me vienen ahora, un pelmazo, con filosofías: sobre el azar, sobre que no hay azar sino voluntad demiúrgica, sobre las desigualdades sociales, sobre la ética universal que rige toda inteligencia, sobre principios humanos o cristianos de caridad, sobre cualquier cosa. ¡Me da una lata! De sus desvaríos, deduzco que tengo que pedir perdón por ser lo que soy, por ser el mejor: que si he tenido suerte, que si la suerte me ha sido otorgada por una fuerza rectora, que si todo lo debo a desequilibrios e injusticias, que si debo dirigirme y regirme por el bien del Hombre, que, en definitiva, sea pío.
No he tenido más remedio que actuar con exhaustiva planificación. Así, anoche, acordé reunirnos otra noche, en concreto la de este día, para ver cómo podría colaborar en las cuestiones humanas que tanto preocupaban a mi amigo. Mi casa de campo era un lugar ideal, aislado, envuelto en fragancias de jazmín y albaricoque, que pareciera que invitaban a la amable charla.
Se ha presentado puntual, como cabría esperarse. Lo recibo en la puerta y cortésmente lo dirijo a la terraza donde ya he dispuesto la mesa al fresco de las lunas de julio. Camina dos o tres pasos delante mía, admirándose amablemente ora de tal cuadro, ora de tal mueble. Justo la distancia precisa. Aprieto el gatillo y su barata filosofía tiñe de rojo una cortina ocre que es una locura. Y su barato traje golpea una cara alfombra que es también mancillada por los flujos que regaban con disparates su cabeza de pensador.
Y me siento a cenar libre, y libre de semejante pesado.
Ahora él es nada y yo lo soy todo. Soy la voluntad del ser y él era un apestoso aguafiestas, soy la fuerza de la naturaleza y el era un hipócrita reprimido, soy el nuevo Dorian. Soy Dios.

martes, junio 06, 2006

La Peste: la confianza y la pérdida

Espejito, tú, que conoces mis debilidades, permíteme esta licencia. Prometo ser más serio.

Veinte y dos de Julio de Dos Mil Seis, Nuevópolis.

La peste aviar se había extendido rápidamente por el planeta. Quién puede saber lo que había ocurrido a los millones de seres que habitaban este paraíso. Ya nada se conocerá de su suerte.
Hasta hace poco, muy poco, cinco naciones nos habíamos salvado de la catástrofe. El comportamiento en la nuestra era, sin duda, ejemplar.
Los ciudadanos seguíamos estrictamente las medidas adoptadas por los especialistas que continuamente eran consultados por nuestros gobernantes.
Estábamos tranquilos y serenos. Nuestros gobernantes daban a conocer las variadas soluciones por televisión e internet y aún mediante vehículos del ejército dotados de megafonía para prevenir en aquellos oscuros rincones que no disfrutaban de electricidad.
El control, se nos repetía, era total. Aumentaron en más del cuatro mil por cien el número de análisis en las granjas avícolas del país. Y no únicamente en las granjas, ya que los ciudadanos colaborábamos con las autoridades cuando éramos requeridos para ello en cualquier momento y en cualquiera de los puestos de extracción para la prevención de la infección que se distribuían en nuestras ciudades.
Graves decisiones hubieron de ser adoptadas y siempre aceptábamos con patriotismo el sacrificio que suponía. Nos encontrábamos a salvo y nos sentíamos orgullosos en nuestra unión y determinación.
Potentes cortinas térmicas protegían nuestras fronteras marítimas y terrestres impidiendo las temidas invasiones. Por supuesto, la bellísima flora y fauna de los cordilleras y costas fronterizas hubo de desaparecer. No había otra solución. La barrera tenía un ancho de cien metros y huelga decir que en dos o tres kilómetros las consecuencias son también muy severas. Pero el gobierno había filmado todo el paisaje destruido, había capturado parejas de las especies aniquiladas; y, todo esto, se encontraba a disposición de la ciudadanía con un sencillo y cómodo clic. Fue, no hay duda, una gran medida.
Las consecuencias económicas aún siendo gravísimas eran reversibles. Por supuesto, la vida no era, por decirlo de alguna manera, cómoda: la temperatura había ascendido más de diez grados acercándonos a los cincuenta grados centígrados, el alimento se producía artificialmente ya que los cultivos escaseaban, .... Las cinco fuerzas que habíamos sobrevivido mantenían, necesariamente, una economía casi autárquica. Y es que el tránsito de mercancías prácticamente no existía. No obstante, se divisaba luz al final del túnel. Las comunicaciones vía satélite se mantenían. Además se habían recuperado algunas industrias que estaban amenazadas por la desleal competencia de determinados países. Los oleoductos y gaseoductos continuaban operativos y, además, se querían comenzar a utilizar para otras mercancías. Se proyectaban túneles y naves para poder salvar las barreras que temporalmente nos aislaban a los unos de los otros. Y, sobre todo, ¡qué inmensas posibilidades nos ofrecía el futuro!, a partir del instante dichoso en que tuviésemos la certeza de que ni ave ni humano del extraborde pudiese contagiarnos. Un mundo despoblado se nos ofrecía. Una oportunidad que únicamente Colón y cuatro exaltados españoles habían gozado. En fantásticas piras reduciríamos los cuerpos a los que la diosa fortuna había robado el hálito y aquéllas serían inmensas antorchas de un transoceánico banquete fúnebre que alcanzaría fama eterna, como aquel otro que ofreció el Pélida. Un nuevo mundo renacería de aquellas tóxicas cenizas.
Hoy, no obstante, todas aquellas ilusiones han trocado en un horrísono grito de desesperanza al confirmarse la noticia que nos tenía en suspenso desde hacía una semana.
Un anciano aprovechaba la rara brisa que tuvimos la noche del miércoles pasado y descansaba en un banco de una conocida plaza de Nuevópolis, cuando con gran desgracia para él, una paloma defecó en un ya alopécica cabeza. Se dice que el anciano pronunció un improperio después de comprobar que habían llovido heces sobre su confiada persona. Se limpió con el pañuelo que siempre traen consigo las personas de edad. ¿Qué iba a sospechar? Dicen que su nieto, sentado junto a él, le dio uno de los bombones helados que comía. El contagio era inevitable.
La autopsia del anciano no deja lugar a dudas. La paloma, otrora heraldo del fin del diluvio, era mensajera en esta ocasión del final del reinado del hombre.
Leo con la cara arrasada por las lágrimas el periódico. En las escasas dos horas transcurridas desde la confirmación los disturbios se han generalizado. El minúsculo grupo de subversivo que hasta ayer denunciaban las prácticas del gobierno parecen haberse multiplicado hasta el infinito y ahora saquean por doquier. Controlan los laboratorios y las industrias químicas que nos alimentan en esta época de escasez. El humo de los incendios y el calor de las barreras impide respirar. Las sirenas de policía, bomberos y ambulancias se confunden. Ya se anuncia la presencia del ejército. Pero creo que esto es el fin.
Hasta este momento habían muerto doce personas por la enfermedad. El anciano ha sido el décimo tercero. Sin embargo, seguro que en los tumultos ya han fallecido más personas. Acaba de comunicarse que los rebeldes han tomado el control de las barreras de contención y amenazan con la desconexión.
El fin de la humanidad está próximo y el mío aún más. Hice bien en conservar esta reliquia de seis disparos. Un viejo single gira, Somebody Nobody Knows de Ella. Me apunto a la sien.