el bueno y el malo

lunes, julio 10, 2006

El futuro ya está aquí

Todo parecía muy sensato al principio.
¿Acaso no somos los únicos seres vivos que podemos planificar? No, replicaban los biólogos, naturalistas y paleontólogos. Muchas especies animales también están capacitadas con esta facultad. Así, pueden llegar a comprender cosas como que la noche y el día se suceden al igual que la lluvia y la sequía. Y son capaces de ordenar sus acciones de acuerdo a esta comprensión. De acuerdo, eso es cierto, respondíamos, pero eso representa únicamente un estadio muy primitivo y simple y en muchos casos intuitivo que corresponde únicamente con la necesidad de la satisfacción más o menos inmediata de los instintos. Y a ningún animal le es concedido ascender en esta complejísima escalera un peldaño más. Sí, decíamos, no se trata de planificación sino de una asociación natural, resultado de la evolución, un vínculo mágico si preferís llamarlo de esta manera. Así es cómo el predador instintivamente asocia la caída del día con la necesidad de apostarse en la margen del río, acechando a las presas que tarde o temprano descenderán hasta su orilla en búsqueda de agua, con lo que satisfará la sensación opresiva de hambre. Pero es seguro que el animal no iniciará esa secuencia de acciones hacia la mitad del día, sino que por el contrario se dedicará a vagar de un sitio a otro, consumiendo energía, atentando contra lo que le es más sagrado, su propia vida. No, definitivamente, el hombre se convenció de que sólo él era capaz de confeccionar planes.
Todo esto ocurrió hace muchos años.
Con la seguridad de esa certeza, con la seguridad de realizar actos plenamente humanos, actos que correspondían a la posición que orgullosamente ocupábamos en la creación; se convino, según aceptación universal, que podríamos comenzar a planificar.
Y resultó en un negocio de lo más estimulante y beneficioso. Y la humanidad planificó su ocio y su trabajo y su retiro. Y lo que hacer si sucedía tal o cuál desgracia. Y lo que hacer si hacía frío o calor. Como esto era tan nuevo y tan bueno para el hombre, solicitamos ayuda, más bien una consulta, para saber si estábamos haciendo lo que y cómo deberíamos. Y esa consulta se nos ofreció por la mañana y por la noche, al mediodía y por la tarde. A todas horas se nos notificó. Y vimos que el plan era bueno y no dudamos más.
¡Qué maravilla! Podíamos pensar en todo aquello que fuera bueno y satisfactorio y al segundo surgía de la nada un plan que lo hacía real ¡y a tan escaso precio, que nadie en su sano juicio podría negarse a pagar!
Nos encontrábamos tan dichosos que nadie protestó cuando apareció el primer plan que colmaba un deseo aún no formulado. Era una novedad que recibimos incluso con alegría, siempre que el precio se mantuviese en unos límites aceptables.
Y planificábamos tan maravillosamente. Las tres grandes corporaciones de planificación trabajaban a destajo. La felicidad que nos embargaba parecía no tener fin. Y, casi sin darnos cuenta, de hecho, sin caer en la cuenta, probamos a anticipar. La lógica estaba de nuestra parte. Si podíamos planificar el futuro con exactitud matemática, el resultado de dicha planificación era una certeza real, tan real como la realidad que vivíamos.
Y las tres corporaciones y los tres gobiernos lo comprendieron al unísono. He hablado antes de felicidad, qué ingrato he sido, porque la verdadera felicidad, el paraíso, el valhalla se inició ahora.
Con un enorme presupuesto la fórmula fue descubierta en pocas semanas. Se patentó. Y a partir de ese momento las tres corporaciones pudieron comercializar frascos de certeza futura. Por desgracia no se pudo teletransportar la materia y eso a pesar de los miles de millones que se emplearon en la investigación. Pero sí se consiguió hacerlo con la esencia. Y millones, billones y trillones de certezas futuras inundaron los estantes de los millones de establecimientos del planeta. La rotación era vertiginosa. La certeza futura tuvo siempre un período máximo ordinario de seis meses, aunque determinados tipos alcanzaban períodos de más de veinte años, y es comprensible que debía consumirse con antelación; pasada la fecha de caducidad, carecía de efectos.
Certezas futuras de alegría, dolor, amor, desesperanza, ira, venganza, orgullo, ....
Debíamos pagar por planificaciones y certezas futuras, pero los precios se mantenían siempre asequibles, ¡quién puede negarse!, pues.
Y las futuras viudas lloraban la muerte de sus maridos aún en el lecho nupcial. E incluso pudimos transmitir nuestro pesar a los futuros finados por su próxima pérdida. Y felicitábamos en julio a los próximos ganadores del gordo navideño. Y sentíamos el frío invernal en plena canícula, así como el plomizo sol en las celebraciones del Nacimiento. Y vivíamos con esperanza, desazón, los acontecimientos deportivos del año, respetando los límites máximos de seis meses de anticipación. Y el regusto por la vuelta a la monotonía tras la vuelta de vacaciones veraniegas en mitad del mes de marzo. Siempre antes.
¿Por qué esperar? Lo que fuera, podía hacerse ya y lo hacíamos.
Comenzaron a plantearse cuestiones muy serias, relativas a la anticipación de la propia vida del hombre, de la de sus hijos e incluso nietos. En efecto, si la fórmula pudiese ser perfeccionada, era evidente que estaría al alcance de cualquier bolsillo adquirir certezas futuras de los propios descendientes. El problema era, no obstante, peliagudo: si la progenie no tenía certeza de que le habían sido compradas certezas futuras, cómo podrían tener la certeza de que cierta certeza futura ya no le era disponible. Y qué podría suceder cuando dicha certeza futura fuese una realidad llamemos “vacía”. Era una cuestión de muy complejo análisis porque cualquier solución afectaba necesariamente a la sucesión de generaciones y el problema de la derivación hacía la eternidad infinita subyacía.
Se dice que todo esto sucedía cuando ocurrió lo inesperado. En un pequeño pueblecito un hombre enfermó. A finales de enero adquirió un insignificante frasquito de certeza futura sobre el partido de balompié de mayor relevancia. El partido se disputaría en mayo. El frasco no había caducado, no existía aparentemente problema alguno. Pero el buen señor lo disfrutó tan vivamente que sufrió un severo corte de digestión. Y tuvo que guardar cama durante días. En la segunda noche de su convalecencia despertó asustado a su mujer. Sentía muchísimo frío y tiritaba. Como era invierno, dormía desnudo porque hacía casi un mes que ya había comprado la certeza futura del verano. Su mujer tuvo que hacer uso del guardado edredón para calmar en algo el frío del marido. El hombre se recuperó en pocos días pero, inexplicablemente, a partir de ese momento aunque sin lógica conexión con el mismo, comenzó a sentir un frío muy intenso, un frío como el que sentía a mediados de agosto, cuando disfrutaba de las certezas futuras del invierno. Y caminaba con abrigo y bufanda para el asombro de la humanidad proclamando que aquello no estaba nada mal, mejor incluso que la certeza futura del verano que había dejado de tener efecto.
Por supuesto, fue objeto de vigilancia por las autoridades y se consideró su arresto en más de una ocasión, desechándose todo ello por considerarlo en pobre loco. Sin embargo, ¡ay de ellos!, no fueron lo suficientemente perspicaces para comprender que lo atrevido es rápidamente imitado y dos meses después los seguidores del que tildaron de “pobre loco” eran millares. Este gentío desordenado que comenzó por vestir abrigo en invierno y mangas de camisa en verano como una divertida moda, a continuación dejó de comprar las certezas futuras porque ya no es que le fueran inútiles, sino molestas. Y es que lo es pasar frío en verano. Así que no compró por vez primera. Y como la devolución de los millones de frascos no estaba contemplada en la relación de las tres corporaciones con los establecimientos, para miles de éstos este acontecimiento significó la quiebra, y finalmente las tres corporaciones se resintieron en sus beneficios.
Aparentando una falsa tranquilidad, las tres corporaciones acordaron reunirse en Suiza para comentar la epidemia que se extendía y adoptar medidas de choque. La decisión fue unánime, abaratar costes para recuperar beneficios. Y abaratar aún incrementando los gastos en publicidad para intentar, por otro lado, frenar la plaga. Así que la solución pasaba necesariamente por reducir la calidad del contenido y del continente de los frasquitos.
Como es comprensible, el fracaso fue catastrófico e incrementó hasta un punto sin retorno la pandemia. La mayor parte de la población siguió comprando las certezas futuras; pero, éstas, fabricadas con una fórmula sin la suficientes garantías e indebidamente conservadas, no tenían el efecto deseado. Y el populacho no pudo por vez primera disfrutar del Madrid-Barcelona con los seis meses de rigor que rezaba en el frasco adquirido. Y lo peor es que transcurrieron esos seis meses con el creciente descontento por éste y otros motivos y llegó el día del encuentro. Y fue disputado, pero no disfrutado porque los millones que compraron los frascos de mala calidad ya habían gastado las defectuosas sensaciones allí encerradas.
La situación se volvió desesperado en estos meses. A requerimiento de los tres gobiernos, las tres corporaciones volvieron a reunirse en esta ocasión sin disimular la alerta y preocupación en la que se vivía. Con enorme sonrojo tuvieron que admitir frente a los gobernantes que el problema había aumentado por la mala calidad del producto. Y se comprometieron a pagar más publicidad, muchísima más publicidad, y a producir con la calidad que prometían aunque sus resultados se redujeran. Y el gobierno nombró comités de vigilancia para garantizar la medida adoptada por las tres corporaciones y derivó parte de su presupuesto para cubrir las menores ganancias de las tres corporaciones. Y los comités fueron sobornados por las tres corporaciones y siguieron fabricando con la misma mala calidad, desconfiando la una de la otra y uniéndose todas únicamente para reclamar de los tres gobiernos más y más subvenciones.
Y ocurrió la debacle. Cierres masivos de establecimientos que fueron sustituidos por comercializadores de las tres corporaciones. Aún así, cierres de éstos últimos. Trillones de frascos caducados que los tres gobiernos tuvieron que sufragar de alguna manera. Trillones de futuros mal fabricados y peor enlatados, sin posibilidad de ser vividos, devueltos a algún almacén de las corporaciones.
Fueron tiempos muy difíciles. Los tres gobiernos para aplacar en algo la ira de la población enjuició, condenó, disolvió una de las tres corporaciones, la más débil de ellas. En las otras dos hubo ajustes muy profundos, tomándose la decisión de concentrar la fabricación en pocas líneas de futuros.
El tiempo fue pasando y esos días se olvidaron. Y de ellos sólo queda este triste testimonio que nadie salvo mi espejo recuerda con detalle. Para el resto, una sensación imprecisa de desilusión cuyos motivos no se aciertan a comprender. Lo que pudo pasar y no ocurrió. Las dos corporaciones han recuperado la fuerza del pasado, si bien es cierto que aprendieron una dura lección y han restringido la fabricación y comercialización dejando muchos futuros inciertos. Otros, por el contrario, siguen siendo vendidos en conserva. Se trata de productos de ínfima calidad para poder sustentar los gastos y mantener los beneficios. No obstante, con ellos intentamos aliviar esa sensación amarga de desilusión; sin mucho éxito, evidentemente. Las certezas futuras son adquiridas, pues, aunque el futuro, o El Corte, según ahora lo llaman, ya no es cómo lo venden. Y cuando se hace temporalmente presente ya no hay nada que vivir. Únicamente el vacío queda.