el bueno y el malo

sábado, junio 17, 2006

El/los incomprendido/s

Cándido es un poeta notablemente reconocido en su casa y entre su cerrado círculo de conocidos. Reducido anillo que gozamos escasamente del beneficio de sus versos. Y es que Cándido no es muy prolífico.
Tiene cuarenta y poco años, un par de niños y una esposa que soporta su alma lírica.
El sábado amaneció poseído, como tantas veces. Sin explicación alguna, despidiose de su familia y decidió buscar a las musas en la orilla del océano.
Paseó acompañado de una libretita para las notas, de una antigua cámara fotográfica y de un libro de poemas de un atormentado francés.
Después de más de dos horas comenzó a sentirse algo cansado de la caminata en que se estaba convirtiendo su silente caminar. Transpiraba en abundancia porque el día de mayo era muy soleado aunque soplaba un viento algo mayor que una brisa que secaba rápidamente el sudor.
En más de una ocasión anduvo por los espigones que salpican la bahía, acercándose a la rompiente donde el viento era más fuerte. Y allí se quedaba, como petrificado, como sacando pecho, los brazos algo atrasados, al océano.
Mas la inspiración no venía y cierto enfriamiento ya sentía.
Quiso leer en el acalorado humedal de las rocas batidas por el mar, pero las olas salpicaban a cada instante, porque el ingenio hay que buscarlo muy cerquita del agua, y tuvo que cerrar el poemario.
En un momento dado, sentose y sacó de su funda una película para fotografiar el quebranto del eterno piélago cuando asoma a la superficie. Y es que Cándido no gustaba de cámaras digitales y otras modernidades tan distantes de su carácter dramático. Pero de nuevo un golpe de mar vino a desbaratar sus planes y el carrete resbalose para venir a descansar mucho más abajo, en el país de los cangrejos.
De regreso, caminó por la orilla de la playa y detúvose a charlar con un niñete de no más de cinco años que jugaba en la arena presumiendo que la inocente criatura con su claro y simple esquema del mundo y de las cosas profundas podría dar luz a su sufriente espíritu. Sufro mucho, le confesó al sorprendido zagal, y no tardó en escuchar el ladrido de los padres del imberbe y tuvo que, ¿cómo se diche?, poner pies en polvorosa.
Llegó a su casa deprimido y algo febril y de muy mal humor. No me entiendes, le dijo a su señora, los niños y tú habéis conseguido amargarme la existencia, ¡qué vida tan anodina la mía!. Escupió algún otro disparate y encerrose en el dormitorio dando un fuerte portazo.
Espero algún signo de acercamiento de su esposa. Deseó escuchar su llanto, mortificarla de algún modo. Pero como al poco marchó con los niños al supermercado despidiéndose con un afectuoso Hasta luego, cariño sintiose incomprendido, despreciado su malestar, y, en cierta medida, enfurecido con semejante arpía y púsose a mortificarse a sí mismo.
Por otra parte, todo esto transcurrió en un instante ya que no tardó en abandonar su encierro de anacoreta y en su soledad disfrutó de varios programas televisivos durante unas tres horas.
Cansado de tanta imagen, preparose un tentempié y ya satisfecho, colocose frente el papel y llegando las musas derramó unos versos.
La tarde de domingo lo visitamos porque el enfriamiento del día anterior había derivado en un resfriado de caballo. Su estado era tan lamentable como el de cualquiera en la sima o en la cima de una gripe. A pesar de estos pesares, mereció la pena, nos dice, y a continuación nos regala su arte:
“Oh!, huevo, semejante en todo a la flor del amor.
Delante, la blanca clara: si-no-si-no
En medio, la dorada yema, soleada como en la flor”.
(Es la margarita, nos aclara)

¿Cándido? me interroga a media sonrisa el espejo. No sé a santo de qué viene ese pregunta.