el bueno y el malo

sábado, agosto 05, 2006

Cándido se hace mayor (y Kafka para terminar)

Espejo, ¿recuerdas cómo en aquel falso diario el genio alemán expresaba la delicadeza con la que los espíritus sensibles tratan hasta lo más insignificante, lo que cualquier entendimiento consideraría manifiestamente fútil, concibiendo que hasta esas nimiedades conforman un cosmos y tienen una vida sobre la que el hombre carece de derecho alguno y ha, por tanto, de respetar? Sobre todo eso, como principio, no podría objetarse nada, bueno sí, que ciertos genocidios son inevitables para hacer práctica, cómoda y viable la existencia del ser humano en esta inmensa pelota de agua; aparte de eso, ¿qué podríamos decir de este paradigma del romanticón que caminaba llorando la muerte y destrucción que sus odiosos pasos habría de producir necesariamente sobre hormigas y otros insectos? ¡Vaya!, pues decimos que el hombre era un plasta. No obstante, su muerte, la del personaje, nos trajo a los bardos (por supuesto, espejo, a lo osiánico me refiero, y ya sé que lo sabes); y, ¡claro!, por eso le estamos eternamente agradecidos.
Pues bien, nuestro vecino Cándido llevaba varios días en un estado similar, de tremebunda excitación, de empatía cosmogónica, inter e intraplanetaria. Sufría por todo y se alegraba por todo, pero más sufría como corresponde a su carácter. Deseaba ardientemente encontrar algo, animado o no, para hacerlo objeto de su reconcentrada alma artística, para expresar a través de ello todas las emociones que lo dominaban.
Y, ayer, hace un descubrimiento. Una simple paloma herida. Debió ser un coche, casi con seguridad, el que golpeó la patita derecha del pobre animal. No podía, evidentemente, remontar el vuelo con una de sus extremidades rota, colgando de su cuerpo, perdida para siempre la fuerza que éste le transmitía y que le era devuelta en forma de vigoroso impulso. El ave había perdido parte de su plumaje no sé ni puedo imaginar, no soy forense, si a causa directa del impacto o, por el contrario, de manera indirecta. Bueno, se moría. Era cuestión de tiempo.
Cándido dio con ella cuando regresaba casi anocheciendo. Y como se ajustaba tan adecuadamente a su estado de ánimo quedó estupefacto, sorprendido, maravillado de que las musas se hubieran congraciado con él presentándole semejante cuadro sumamente alegórico. La imagen de la paloma, un animal no especialmente agraciado por la naturaleza, molesto la más de las veces, era, sin embargo, patética. Recorría un círculo de no más de diez metros a saltitos sobre la pata sana. Despistada, cruzaba parte de la calzada. El fin previsto más probable debía ser un definitivo atropello, ya sí completamente eficaz. Cándido observó un gato que con la mirada la seguía. El felino estaba cómodamente apostado debajo de la rueda delantera de un Scénic. No parecía que se preparase para atacar, quizá porque estaba, como todos, aún apocado por el sol, o porque los alimentos caseros le habían hecho renegar de su propia condición, o quizá fuera precisamente ésta la que le impedía actuar sobre su abatido rival, recordaba el gato su poderoso batir de alas, la lucha por la supervivencia en igualdad de condiciones. En la selvas de la naturaleza, profundamente humanas, hay ocasiones, sin embargo, para la dignidad.
Absorto en esta contemplación, enseguida surgieron de su alma lírica multitud de pensamientos deshilachados que pugnaban por encontrar la aguja, la mano y el material que los uniese. La paloma era evocadora de tantas imágenes que el seso de Cándido no era capaz de digerir: símbolo derrocado de la paz, de la esperanza diluviana, de lo natural en la selva de hormigón, caída bien por la astucia –felina- bien por la estulticia de las máquinas rodadas, etc. Así, tras observar la escena largo tiempo, subió a casa muy alterado, con el firme propósito de armarse de cámara fotográfica y libretita para capturar alguna imagen y liberar alguna palabra. Sin embargo, una vez allí su voluntad ya no era tan firme; imaginando qué opinarían los vecinos y cualquier viandante que reparara en la situación –él fotografiando a una paloma herida- su decisión se desquebrajaba. Tanto consideró lo que convendría o no hacer que acabó bastante cansado y teniendo medianamente claro que desistía de su inquebrantable propósito.
Abandonó a su suerte, pues, a la paloma.
Esa noche durmió mal, preocupado aún con la deriva poética del asunto. A la mañana siguiente continuaba pensando en la paloma, pero su ardor lírico había desaparecido y, no obstante, se encontraba peor, si cabe, que el día anterior. Quizá el hecho de haber fijado su atención durante tantas horas en el animal había hecho que naciese dentro de él un sentimiento verdadero de sincera lástima hacia el avecilla. Su situación de desamparo, sus saltitos estériles sobre el asfalto, la general indiferencia que provocaba, eran los pilares sobre los que había asentado una catedral de conmiseración. Se arregló rápidamente y bajó a la calle por ver si aún podría hacer algo, cualquier cosa que no hubiera podido en ese instante concretar.
Resguardada tras la jamba de la derecha de la entrada al garaje, la paloma había resistido a la noche apoyada inevitablemente, como si de un flamenco se tratara, sobre la pata sana. Cándido observó unas defecaciones muy líquidas y negruzcas que confirmaron el estado sin retorno del animal. La costumbre la forzaba a querer tener la cabeza resguardada entre el plumaje del buche, pero éste era muy escaso. Desde esta posición de sumisión a su irremediable destino alzó la cabeza y con una mirada de absoluta aflicción y extrema debilidad clavó sus ojos en Cándido. ¿Qué podía hacer nuestro amigo? Se le ocurrió al poco que quizá pudiera darle algún alimento para, al menos, intentar hacerle olvidar el irrevocable sino que le aguardaba. Migajas de pan mojadas en leche serían, para ella, un bocado con el que el apetito podría vencer a la sensación de angustia que sin duda tenía, haciéndole posible, entonces, picar, deglutir, alimentarse.
De nuevo en el hogar el pudor le impidió cumplir lo que se había prometido acaso un minuto antes. ¿Qué dirán?, se preguntaba. Intentaba disculparse arguyendo que no había remedio posible, que lo único que conseguiría sería prolongar la agonía que sufría. Medias verdades que no conseguían calmar su desasosiego. Así permaneció más de una hora, dudando sobre lo que hacer. Finalmente se decidió; como un delincuente, sustrajo un pedazo de pan del día anterior, lo humedeció bajo el grifo y, de nuevo, se encaminó hacia la calle.
Sin embargo, el tiempo se había ya consumido. La paloma yacía sin vida en el adoquinado del garaje. Como los paquidermos, también ella había elegido el sitio en el que morir: abandonando la pared que la protegió del frío nocturno, había avanzado escasamente dos metros y descansaba en el centro de la entrada de vehículos, de tal manera que estaba a la vista de todos y a la vez protegida de las ruedas de los autos que no lograron, ya muerta, profanar su cuerpo.
Cándido apretó con fuerza su mano derecha y el agua contenida en la molla de pan se escapó por entre sus dedos y, una tras otra, las gotas terminaron por caer. Cabizbajo, giró la cabeza hacia la izquierda, hacia el otro lado de la calle y se encontró con una mirada diríase de desprecio, si un animal pudiera albergar sentimientos humanos, que le dirigía el gato de pelaje amarillento que ayer no quiso aprovechar la incapacidad de la muerta. Sin poder sostener los ojos felinos regresaba a casa cuando se cruzó con el basurero que limpiaba las aceras. Deseando evitar que la paloma se convirtiese en el festín de descarnamiento de hormigas, moscas y cucarachas, Cándido le indicó al empleado municipal dónde se encontraba el cuerpo sin vida. Como respuesta, éste le devolvió una mirada cortante, más glacial que la del gato, y unas palabras acaso dirigidas al aire que Cándido, totalmente abatido, alejándose hacia su casa, aún pudo escuchar: ¡como un perro!