De nuevo, el espejo.
Pero esta vez es de la felicidad de lo que vengo a disertar. De la momentánea felicidad, ¿acaso existe otra?
No sé dónde leí que el ser humano define sus estados por comparación; de forma que no puede ser constantemente feliz al igual que tampoco puede ser desgraciado de manera continúa. La frase es interesante y sesuda, pero yo he conocido a muchos infelices como para creerme semejantes patrañas. De hecho, es poco lo que me creo, ya aparezca en un libro, o en la omnipresente tele, o en internet, o en la imparcial prensa. Soy un descreído, cosa nada buena, por otra parte.
Por cierto, me dice el espejo que el pobre infeliz siempre ha pasado por encontrarse en un alelado estado de felicidad. Feliz e infeliz es lo mismo, me insiste el espejo y se ríe. De nuevo le vuelvo la cara, porque no me deja pensar con la claridad que, estimado público, os merecéis.
Pero yo estaba con mi momento de felicidad instantánea. Y es que en las últimas semanas varias circunstancias han facilitado dichos momentos. El bendito azar ha sido el causante de los más, también ha habido un premio imprevisto, un par de motivos familiares que se han resuelto como deseaba, algunas extraordinarias y extraordinarias perlas que de higos a brevas nos concede la literatura y sólo la literatura; y, para acabar, este heraldo de primavera que se nos ha ofrecido. Es decir, que el azar realmente ha intervenido en todo de manera fundamental.
Digo instantánea felicidad y miento. Hago lo que puedo (y lo consigo) por estirar o alargar ese instante de completo (perdónenme la frasecita) orden cósmico. Un orden perfecto entre tu ser, tu situación en el mundo, el mundo, el macroespacio y el microespacio que te rodea. Quien en esos instantes no esté en ideal relación con la naturaleza es que miente como el bellaco que es. Por supuesto que de tanto estiramiento y alargamiento al final deformo la realidad que fue, el instante perfecto pretérito. ¿Y qué? De esa manera construyo una realidad que ahora mismo es y es tan real como aquello otro que fue. Además, me caen ciertamente mal los abanderados de la verdad y de la realidad (creo que Dickens les dedicó un libro atroz, si recuerdo bien el título era “Tiempos difíciles”). Siempre he sentido mucho más afecto por aquella frase “miénteme, dime que me quieres”. La verdad y la realidad pareja no son, por sí mismas, objetivo ni meta de nada. Todo lo contrario diría yo, hay que huir de ellas.
Andaba esta tarde con mi felicidad estirada como un chicle. Me veo envuelto en una trifulca de esas de bocinas y bocineros que tanto inundan nuestras ciudades. Y, ni corto ni perezoso, me uno al circo de bocinas. Llego a casa (también tengo casa) y, ni corto ni perezoso, me peleo con el televisor por no sólo la política nacional, sino también la internacional. Le escupo mis argumentos a mi impertérrito interlocutor (y es que la política es una de mis infinitas debilidades). La sangre ya me hierve.
Mi siento delante de este pecé porque observo con orgullo que he vencido al televisor. Y, de pronto, recuerdo que llevo un chicle en el bolsillo. Tiro de él y, como si fuera bolsillo de mago, comienzan a salir todos los chicles que llevaba. Revivo (¡qué hermosa palabra!) todos esos instantes nada lejanos por otra parte. Me olvido de los claxon, de la política y, ¡qué maravilla!, me sereno hasta lo inexpresable.
Sé que esto no tiene ninguna moraleja, que habréis quedado a la espera de que narre uno de esos instantes (y, ¡cómo hacerlo!, si algunos son tan tontos y otros tan personales) y que, en definitiva, estaréis lamentando haber gastado tiempo en leer estos disparates. Si es así, creedme que lo siento. Hasta el espejo está algo desilusionado.